Hay días en que me siento tan agotada…
No de hacer muchas cosas, sino de sostenerme. De fingir que
todo está bien cuando por dentro algo duele.
Y es que a veces, las personas creen que yo vivo en una
burbuja de positividad. Como si siempre tuviera que tener una sonrisa, un
consejo bonito, una energía luminosa para todos.
Pero te voy a contar una verdad incómoda:
también me rompo.
También lloro. Me desespero. Me duele el cuerpo, el alma y la
mente.
Y no, eso no me hace menos espiritual, menos sabia, ni menos
digna de amor.
Me hace humana.
Vivimos en un mundo que nos exige estar bien todo el tiempo.
Que nos premia por “ser fuertes”, por “no quejarnos”, por “salir adelante a
pesar de todo”. Pero nadie nos enseña que a veces lo más valiente es reconocer
que no podemos más. Que pedir ayuda también es un acto de amor propio.
Hoy no vengo a darte un discurso motivacional.
Hoy vengo a decirte que si estás rota… yo también lo he
estado.
Que si te has sentido débil… yo también me he sentido así.
Y que si hoy lo único que puedes hacer es respirar y llorar…
eso también es suficiente.
No siempre hay que ser luz.
A veces, también necesitamos oscuridad para reencontrarnos.
Y no pasa nada si te detienes. Si no puedes con todo. Si no
tienes la respuesta.
Porque incluso cuando nos rompemos…
Dios sigue recogiendo cada pedacito con amor.
Y Él no te ama menos por estar cansada.
Él no se aparta de ti cuando dudas, cuando lloras, cuando te
quedas en silencio.
Así que hoy te abrazo desde esta verdad:
no somos máquinas de motivación.
Somos mujeres reales, que sienten, que caen, que se levantan…
y que, con o sin fuerza, siguen caminando.
Y eso, hermana… también es valentía.