
Que tu ego no sea tan alto como para ver demasiado bajo a los
demás
Te lo digo con toda la honestidad: no hay nada más incómodo
que estar cerca de alguien a quien el ego ya se le subió a la cabeza.
Se nota...
En cómo hablan, en cómo miran, en cómo tratan.
No importa si llevan ropa cara, si tienen miles de seguidores o si se sienten
indispensables en el trabajo. Cuando el ego manda, se pierde el encanto.
Que nunca se te olvide de dónde vienes, ni quién te tendió la mano cuando no eras nadie.
Y mira, no hablo desde la envidia. Hablo desde el cansancio
de ver cómo tanta gente se sube al ladrillo de su mini éxito y, desde ahí,
empieza a mirar en menos a los demás.
Como si olvidar de dónde venimos fuera una medalla.
Como si tener un poco más te hiciera un poco mejor.
Como si todo el mundo estuviera para aplaudirte y no para convivir contigo.
Yo también me he cachado con el ego inflamado.
Sí, también he sentido esas ganas de demostrarle al mundo que puedo, que valgo,
que he crecido. Y en el fondo eso no está mal.
Lo que sí está mal es pensar que crecer significa volverte inalcanzable. O que
evolucionar significa dejar de mirar a los lados con empatía.
Subir sin perder humanidad, ese es el verdadero logro.
¿De qué sirve subir si en el camino vas empujando a los demás
para que se queden atrás?
¿De qué sirve tener un logro si te vuelves tan pesado que ya nadie quiere
celebrarlo contigo?
Te lo juro, hay algo mágico en la gente sencilla.
La que tiene, pero no presume.
La que sabe, pero no humilla.
La que ha vivido cosas grandes, pero sigue saludando con cariño a quienes
apenas están empezando.
Ojalá nunca se nos olvide que la vida da vueltas, y que la
verdadera belleza está en no perder la esencia, incluso cuando el mundo
aplaude.
El ego quiere aplausos, pero el alma quiere conexión.
Ser humilde no es hacerse pequeño, es recordar que todos, en algún momento, hemos estado abajo. Y que la única forma de estar realmente alto, es sin dejar de mirar con respeto a quienes siguen subiendo.
